Llegado a la ciudad que levantaba la mirada al hierro visto desde cualquier rincón, el sastre deshizo sus maletas en un ático de siete alturas. Una torre de Babel que desafiaba la reputación de dicha
ciudad, pues el poco maquillaje dejaba asomar las habladurías de lo que la verdad parecía, y que distaba mucho de esa vieja historia.
Desde la decepción, y en combustión de la esperanza, se sorprendió con la llamada a la puerta de un cliente que vestía de granate. Del sombrero colgado de la pared salió un conejo, y del vacío de sus
manos enlazadas y a modo de espera, una rosa blanca.
Ante un encuentro tan poco habitual, el sastre tomó nota del humilde pedido del hombre de manos esculpidas en hielo, que consistía en una bufanda para afrontar el frió de Febrero.
Por su cuenta y sin esperar nada a cambio, hizo de su jersey más suave, un pijama para sus noches a dos pies. Cosió un pañuelo con las orejeras de su infancia para poder secarle aguas saladas del
bosque de hadas. Las agujas le destrozaron los dedos al hacer esa mochila de cuatro asas, pero siguió hilvanando con el hilo de su bufanda los primeros tres botones perdidos de sus camisas. Bordó su
camiseta favorita con dibujos de pequeñas escaleras y confeccionó un guante ambidiestro con la lana del orgullo que por el caballero con enorme percusión sentía. De la suela de sus zapatos enlazadas
con su sombrero tejió una alfombra mágica y quitó las hombreras a su único traje para hacerle un cojín de azotea. Recortó sus almohadas para hacerle unos prismáticos y con las plumas le hizo unas
plantillas para sus zapatos más duros. Con sus delicados dedos y las vueltas atrapadas en su muñeca puso sus mejores palabras juntas para crear una sábana para alejar fantasmas.
Las tijeras le habían agrietado las manos y las agujas se reían de los dedales. Las yemas de sus dedos perdían su identidad pero dentro de su pecho un jardín florecía. Una cascada de alegría brotaba
de su corazón y se derramaba en un lago de futuro. Como si se hubiera creado un nuevo mundo, como si de Plutón se hubiera adueñado, y viviera atrapado entre sus costillas.
Quedó desnudo con tanta ofrenda y sin embargo nunca me había sentido tan arropado.