Conejo Caballero

Siempre se había guiado por sus impulsos, por sus sentimientos y actuó como un groupie de circos ambulantes, pero solo de los que no utilizaban animales, pues odiaba el maltrato que estos vivían con tal de estar presentes ante los ojos ciegos de responsabilidad de miles de niños y familias. No obstante, al hacerse adulto, dejó de creer en esos cuentos y empezó a pensar que la magia eran las ilusiones ópticas que todos racionalizaban. Viviendo en el aparente país del romanticismo, una lluviosa tarde llamo a su puerta un vendedor ambulante. El joven hombre, empapado en agua, dejó entrever una sonrisa encantadora que le hizo confiar pese a que su largo y rubio pelo mojado le hacía parecer algo sospechoso. Todos hemos sido víctimas de un repentino chapuzón, pensó para sí mismo, y le invitó a entrar a su casa, o eso creía. “Soy mago”, empezó diciendo el joven, y fue suficiente para acaparar la atención de ese yo del pasado. Sus palabras eran melodía a los oídos de cualquiera sin fe, y su sensibilidad pintaba un rastro que incitaba a ser seguido. No solo le habló de una atracción que revolucionaría sus vidas y las de todos cuanto les rodearan, sino que logró que de algún modo se asociara para llevar ese proyecto adelante. Después de lo que dura una taza de té, el místico caballero, salió por la puerta con la promesa de verse pronto para empezar a trabajar juntos, sonrisa en cara y futuro brillando. Aunque los días pasaban con la misma velocidad, había sido una larga espera del que pretendía no creer en lo que le guió durante tantos años, y ahora las semanas parecían eternas. Pero ese tan anticipado circo, por fin anunciaba cartelera con asombroso número del conejo llamado “Lobo”, el cual decían que vivía mejor que el mismísimo director del espectáculo. Hacía años que nadie hacía ese clásico del cual el rubio le había hablado con tanta delicadeza y dedicación. Un tren le separaba de esa vieja isla y con maletas en mano se dispuso a seguir ese nuevo sueño. Para su sorpresa, a cada localidad a la que acudía, las entradas estaban agotadas. Largas colas de espera que terminaban en decepción. La carretera se convertía en su nueva casa y las sillas vacías en sus amigos. Podía oír desde fuera de la tienda central, la gente gritar de alegría, de sorpresa. En el diario del día después se reflejaban las noticias de la noche anterior, incluso alguna foto si tenía suerte, pero eso era todo de lo que disponía. Tras mucho tiempo estudiando todas sus probabilidades, la astucia, que tantos pasteles le habían dado, le otorgó un cuchillo con el que hacer dos agujeros en la lona. De pié en la calurosa arena, podía sentir el frío aire que emanaba del interior a través de esos dos pequeños agujeros, a la altura de sus ojos. Se acercó, y tras pasar sus vista a modo felino, empezó a disfrutar de ese espectáculo; no era más que un show de marionetas donde un conejo gigante era el centro de atención. Había también un personaje secundario el cual desde su punto de vista no podía reconocer. Las largas cuerdas que sujetaban a (…)esas gigantes marionetas, se alargaban hasta el techo y podía ver como cuatro manos de uñas pintadas, las agarraban con fuerza y las hacían girar a su antojo. Finalmente aparecía en escena ese famoso sombrero! Seguro que ahora el conejo desaparece en él, pensó. Era el clásico pero invertido! Volvió a pensar. El conejo se acercó al accesorio, y lo sujetó firme con la mano derecha. Por un momento el sombrero estuvo boca abajo y pudo ver como de él se caían los billetes del tren que le habían llevado hasta esa isla; las tarjetas que el joven le había enviado para informarle de las ciudades a las que acudiría el circo; un foto tomada en un pasado; sus recuerdos de los últimos meses y un corazón que aún palpitaba. El botín de un robo. El hombre se llevó la mano a su pecho pero no pudo oír nada. Lobo se puso el sombrero y con además ingles, y con un “Sorry” que allí parecía cura para todo, se despidió del secundario, al cual, al darse la vuelta con ademán de decepción, pudo reconocerlo, como no podría? No era otro que el que veo cada día al cepillarme los dientes.